29 dic 2007

Relato protagonizado por Basilio Correa:


EL MÁS FUERTE

Sin más, guardó el arma reglamentaria en un cajón bajo llave, y salió de su despacho, aprisa, escurriendo la vista. No se cruzó nadie en su camino, y si alguien lo hubiese hecho, no le hubiese importado lo más mínimo, pues nadie ni nada impediría lo inevitable, y su conciencia llevaba ya mucho tiempo molestándole con honestidades, pero aún así, él pensaba desarrollar su plan.

Un plan arriesgado, deshonesto, brutal, ajeno por completo a lo que se entiende por obligaciones y deberes de un sub-inspector de policía como era él. Y aún así, Basilio Correa, en un aciago día 28 de octubre de 1999, bajó hasta el corazón de la ciudad desde la comisaría central, donde trabajaba, y como medio de transporte usó sus dos piernas, siempre dispuestas. A la carrera, tomando atajos, en media hora larga, bajo un sol demasiado potente en concordancia para la fecha, llegó hasta el parque infantil-juvenil del su barrio.

Se detuvo, el corazón le palpitaba, y doblado por el esfuerzo, tomó bocanadas de aire. Sus ojos buscaban a la pequeña Sofía, de prematura perspicacia para sus 9 años y no poca fuerza personal, y la encontró tal y como esperaba: jugando a los detectives como él le había pedido tiempo atrás.

Una semana antes, Sofía había acudido a su padre, sería, y en secreto le había hecho una confesión a cerca de su amigo Ramón y de cómo un hombre mayor se lo había llevado a comprar golosinas, y luego al cabo de un rato, su amigo había regresado al parque llorando.

— Era como si Ramón, no fuese Ramón. —Sofía se fue a sentar en las rodillas de su padre. Vanesa, la esposa y madre, estaba en la cocina preparando la cena; y el benjamín de la familia, Rubén correteaba por el salón, con sus 2 años, se mantenía al margen.

¿Qué fue del hombre mayor? —preguntó Basilio.

Al día siguiente volvió, igual que siempre.

¿Qué hizo tu amigo al verlo?

— Se quedó serio, —la pequeña pensó, meditó, recordó—: Creo que se marchó pronto, y él es de los que se queda hasta tarde.

Basilio sospechaba, pero tampoco iba a asustar a su hija con precauciones exageradas. Luego le propuso un juego.

El juego en cuestión, deberían mantenerlo totalmente en secreto, por el bien de la operación, como le hizo saber a la niña de sus ojos. Y ella, queriendo emular a un padre al que admiraba, obedeció no sin antes preguntar si se lo podría desvelar a su madre o a su tío Ricardo, también policía. A nadie, solo lo sabremos tú y yo.

El hombre mayor, como educadamente lo llamaba Sofía, se continuó acercado a la parcela de toboganes y columpios, sintiéndose impune, porque aquellos niños y niñas no sabrían contar lo que les hacía tras los matorrales del norte, más allá de la charca que ninguno cruzaba en solitario asustados por la leyenda de El hombre más fuerte.

Pero este sentimiento de impunidad lo llevo a confiarse, y así cuando el 28 de octubre, cuando eran pocos los escolares que ya corrían distraídos por el parque, y un hombre de unos treinta años, se sentó a su lado, cansado por una caminata, que a esas horas no corría ningún atleta, no supo que venían a por él.

Sofía que hasta el momento había estado pendiente del hombre mayor, hizo un gesto ya acordado a su padre, y cuando éste le respondió lo que esperaba, subió a casa. Entonces, Basilio cuando supo que su hija no vería, ni oiría nada, y tomando precauciones, aunque confiaba en el criterio de Sofía, no quería malos entendidos, comentó:

Por aquí no hay mucho que ver, ¿o sí?

Eso depende de lo que se busque —dijo malicioso el hombre sin nombre.

— Por supuesto, —echó unas miradas hacía el entorno que los acogía, y al volverse propinó, al dado como pederasta, un golpe en plena boca del estomago—. ¿Te duele, maldito hijo de perra?

El hombre, al que aquello cogió por sorpresa, respondió indignado, y moviendo la cabeza:

Esto no va a quedar así, llamaré a la policía.

— No hará falta, —lo tomó por las solapas de la chaqueta, levantándolo del banco, de nuevo su puño se volvió a hundir en aquel estomago— la policía soy yo.

El hombre sin identidad rió y sus carcajadas dejaron perplejo a Basilio Correa, que aflojó la fuerza de sus puños paulatinamente.

El hombre mayor habló:

— El caso es que no tienes nada contra mí. Me puedes golpear hasta dejarme sin sentido, pero seguiré siendo el contratista más importante de esta ciudad, Y no sé si lo sabrás policía de pacotilla, pero tengo a los jefazos comiendo de mi mano.

Basilio pensó por poco tiempo, si había errado ya era tarde, y con la misma rabia que sentía cuando dejó la comisaría tras haber recibido el timbrazo a su busca, aquella advertencia, parte del juego de detectives que mantenía con su hija, le volvió a sacudir dos puñetazos más.

Los niños que habían estado jugando y se habían detenido a observar aquella pelea, pasaron a contemplar como el hombre bueno, todos sabían que Basilio era policía y de mayor querían ser como él, que estaba de rodillas en el suelo, lamentaba lo sucedido, avergonzado. Mientras, el hombre que los había estado observando desde principios de curso, marchaba en un Mercedes de última gama, sin sentir reparos por las miradas maliciosas, y dispuesto a arruinar la vida del policía que impaciente ante un sistema legal, se había tomado la justicia de su mano.

La noche se hizo…


La continuación en BasilioCorrea

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